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Santa Catalina de Siena

Santa Catalina de Siena
nombre: Santa Catalina de Siena
título: Virgen y doctora de la Iglesia, patrona de Italia
recurrencia: 29 de abril




La Edad Media llegaba a su fin y el nuevo mundo del Renacimiento surgía a la vida cuando Catalina Benincasa nació en la ciudad de Siena, el día de la Anunciación de 1347. Catalina y una hermana gemela que no vivió mucho, eran las más jóvenes de veinticinco hermanos. El padre, Giacomo o Jacobo Benincasa, próspero teñidor de lanas, vivía con su esposa Lapa y su familia, que algunas veces llegó a constar de hijos casados y de nietos, en una casa espaciosa que los habitantes de Siena han preservado hasta nuestros días. Cuando niña, Catalina era tan alegre que la familia le dio el nombre cariñoso de Eufrosina, que en griego significaba Alegría y que es también el nombre de una de las primeras santas cristianas. A los seis años de edad tuvo una experiencia notable que, según se dice, determinó su vocación. Acompañada de su hermano se dirigía a su casa, después de haber visitado a una hermana casada, cuando súbitamente se detuvo en el camino mirando al cielo. No oyó las llamadas repetidas de su hermano, que había seguido caminando. Sólo después que el muchacho volvió atrás y la tomó de la mano pudo despertar, como de un sueño. Entonces rompió a llorar. Su visión de Cristo, sentado en la Gloria con los apóstoles Pedro, Pablo y Juan, se habían desvanecido. Un año después la niña hizo el voto secreto de dar su vida entera a Dios. Amaba la oración v la soledad y cuando se juntaba a otros niños era únicamente para enseñarles lo que a ella le producía tanta felicidad.

Cuando Catalina cumplió doce años, su madre, con la idea de casarla, comenzó a instarla para que se preocupara algo más de su apariencia. Para agradar a su madre y hermana vistió alegres prendas y llevó las joyas que eran adecuadas para las jovencitas. Pronto se arrepintió de esta vanidad y declaró con firmeza que no se casaría nunca. Cuando sus padres insistieron en sus conversaciones acerca de un futuro marido, ella se cortó el largo cabello castaño, que era uno de sus principales encantos. Como castigo le obligaron a hacer los trabajos domésticos de la casa, y la familia, sabiendo que gozaba con la soledad, no la dejaba nunca sola. Catalina sufrió todo con dulzura y paciencia. Mucho después, en el Diálogo, escribiría que Dios le había mostrado cómo edificar en su alma una celda privada en donde ninguna tribulación tenía cabida.

El padre de Catalina se dio cuenta, al fin, que toda violencia era inútil y permitió a su hija que hiciera su voluntad. En la pequeña y sombría habitación que entonces apartaron para su uso personal, pequeña celda de nueve pies por tres, se dedicó a las oraciones y los ayunos, azotándose tres veces diarias con una cadena de hierro y durmiendo en el suelo. Al principio llevó una camisa de crin que luego reemplazó por una faja provista de clavillos de hierro. Pronto obtuvo lo que tan ardientemente deseaba, es decir, el permiso para vestir el hábito de los terciarios dominicos, que solía otorgarse únicamente a las matronas o viudas. Entonces aumentó su ascetismo, comiendo y durmiendo muy poco. Durante tres años habló sólo con su confesor y no salió nunca, salvo para ir a la iglesia cercana de Santo Domingo, en donde aún se muestra el pilar en el que solía apoyarse.

En ocasiones tenía visiones celestiales, pero también eran frecuentes las duras pruebas que sufría. Formas detestables y repugnantes se presentaban a su imaginación y las tentaciones más degradantes la asaltaban. Durante largos intervalos se sentía abandonada de Dios. «;0h, Señor! ¿Dónde estabas cuando mi corazón sufría con tan odiosas tentaciones?». preguntaba cuando, después de una de esas agonías, Él volvió a manifestársele. Oyó una voz que decía: «Hija, Yo estaba en tu corazón, fortaleciéndote con gracia», y la voz añadió que Dios estaría con ella más abiertamente.

El martes de carnaval de 1366, mientras los habitantes de Siena se divertían, Catalina oraba en su habitación y tuvo una visión de Cristo, acompañado por Su Madre y el Espíritu Santo. Tomando la mano de la niña, Nuestra Señora la tendió hacia Cristo, el cual puso un anillo en su dedo y la desposó con Él, suplicándole que fuera animosa, pues ahora estaba armada con una fe que podía triunfar de todas las tentaciones. Para Catalina aquel anillo fue siempre visible, aunque era invisible para los demás. Los años de soledad y preparación habían terminado y poco después comenzó a mezclarse con sus conciudadanos, aprendiendo a servirlos. Como otras terciarias dominicas, cuidaba voluntariamente de los enfermos en los hospitales de la ciudad, escogiendo aquéllos que sufrían las enfermedades más repugnantes, que todos los demás abandonaban.

Pronto se reunió en torno a esta fuerte personalidad un grupo de personas prominentes, entre ellas eran sus dos confesores dominicos, Tomás della Fonte y Bartolomeo Dominici, el padre agustino Tantucci, Mateo Cenni, rector del Hospital de la Misericordia, el artista Vanni, a quien debemos un famoso retrato de Catalina, el poeta Neri di Landoccio dei Pagliaresi, su propia cuñada Lisa, la joven viuda Alessia Saracini y William Flete, el ermitaño inglés. El Padre Santo, anciano ermitaño, abandonó su soledad para estar junto a ella, ya que, según decía, hallaba más paz y progresaba más en la virtud siguiéndola de lo que nunca consiguiera en su celda. Un cálido afecto la vinculó a los que Catalina llamaba su familia espiritual, hijos que Dios le había dado y a los que podía ayudar en el camino de la perfección. Leía sus pensamientos y frecuentemente sabía las tentaciones que los perseguían mientras estaban alejados de ella. Muchas de sus primeras cartas están dirigidas a uno ? u otro de ellos. En esa época la opinión pública sobre Catalina estaba dividida; muchos sieneses la veneraban como a una santa mientras otros la llamaban fanática y la acusaban de hipocresía. Quizá fue resultado de las acusaciones en contra suya el que fuera requerida a Florencia para comparecer ante el cabildo general de los dominicos. Fueran las que fueran, aquellas acusaciones quedaron en claro y poco después el nuevo lector de la orden en Siena, Raimundo de Capua, fue nombrado confesor de Catalina. En esta feliz asociación el Padre Raimundo tuvo parte del gran espíritu de Catalina. Más tarde sería el biógrafo de la santa.

Después del regreso de Catalina a Siena hubo una plaga violenta durante la cual tanto ella como sus amigos trabajaron incesantemente para aliviar a los que sufrían. «Nunca fue más admirable que entonces ?escribió un sacerdote que la conocía desde su infancia?. Siempre estaba al lado de los atacados por la plaga; los preparaba para la muerte y los enterraba con sus propias manos. Yo mismo presencié la alegría con la que los cuidaba y la eficacia maravillosa de sus palabras que acarrearon muchas conversiones.» Entre los que debieron su restablecimiento a Catalina estaban Raimundo de Capua, Mateo Ceni, el Padre Santi y el Padre Bartolomé, todos los cuales contrajeron la enfermedad por haber cuidado a otros. Su piedad para los que iban a morir no se limitaba a aquellos enfermos. Catalina tomó la costumbre de ir a visitar a los condenados a muerte en las prisiones, intentando persuadirlos a que hicieran las paces con Dios. En cierta ocasión caminó hasta el cadalso acompañando a un joven caballero perugino que había sido condenado a muerte por haber dicho palabras sediciosas contra el gobierno de Siena. Sus últimas palabras fueron: «¡ Dios y Catalina!»

Sus obras de misericordia, unidas a su creciente reputación de hacedora de milagros, fueron causa de Que los sieneses acudieran a Catalina en todas sus dificultades. Tres sacerdotes dominicos fueron escogidos especialmente para oír las confesiones de aquéllos que Catalina convencía de enmendar sus vidas. Arreglando querellas y viejos rencores tuvo tanto éxito que constantemente era llamada para arbitrar en una época en que, por toda Italia, cada hombre parecía estar en contra de su vecino. Quizá fue debido, en parte, a la idea de desviar las energías de la cristiandad de las guerras civiles en que eran gastadas, por lo que Catalina se empleó a fondo en la campaña que el Papa Gregorio emprendía entonces para organizar otra cruzada para liberar el Santo Sepulcro de los turcos. Por ello mantuvo una correspondencia con el propio Gregorio.

En febrero de 1375 aceptó la invitación de ir a Pisa, en donde fue recibida con entusiasmo. Llevaba allí tan sólo unos días cuando tuvo otra experiencia espiritual de las que presagiaron cada paso de su vida. Había tomado la comunión en la pequeña iglesia de Santa Cristina y contemplaba el crucifijo cuando, súbitamente, surgieron de él cinco rayos rojos que atravesaron sus manos, pies y corazón causándole dolores tan intensos que se desmayó. Las heridas quedaron como estigmas, únicamente visibles para ella sola, durante toda su vida, pero claramente visibles para los demás después de su muerte.

Aún estaba en Pisa cuando se enteró de que los pueblos de Florencia y de Perugia habían entrado en la liga contra lá Santa Sede v los legados franceses. Los disturbios habían comenzado en Florencia, con los güelfos v los gibelinos 1 unidos para formar un enorme ejército bajo el lema de liberarse del control panal, y Bolonia, Viterbo y Ancona, junto con otras ciudades de los dominios papales, se unieron a los insurgentes. Mediante los esfuerzos incansables de Catalina las ciudades de Lucca, Pisa y Siena se mantuvieron. Mientras tanto, desde Aviñón, después de haber apelado a los florentinos sin obtener éxito, el Papa Gregorio XI envió al cardenal Roberto de Génova con un ejército para derrotar aquella empresa y puso a Florencia balo interdicción. Los efectos de la excomunión en la vida y prosperidad de la ciudad fueron tan graves que sus gobernantes mandaron recado a Catalina, entonces en Siena, para que sirviera de mediadora entre la ciudad y el Papa. Dispuesta siempre a servir la causa de la paz, Catalina marchó en seguida a Florencia. Cuando se acercaba a las puertas de la ciudad, los altos magistrados salieron a su encuentro y pusieron en sus manos el curso de las negociaciones, diciendo que sus embajadores la seguirían hasta Aviñón y confirmarían todo lo que ella dijera. Catalina llegó a Aviñón el 18 de junio de 1376 y fue atentamente recibida por el Papa. «Sólo deseo la paz ?dijo ella?. Pongo este asunto en vuestras manos y sólo os recomiendo el honor de la Iglesia.» Sucedió que los florentinos faltaron a su palabra y continuaron sus intrigas para apartar al resto de Italia de la alianza con la Santa Sede. Cuando llegaron los embajadores negaron toda conexión con Catalina, haciendo saber claramente que no deseaban la reconciliación.

Si bien fracasó en este asunto, sus esfuerzos hechos en otras direcciones tuvieron éxito. Muchos de los disturbios que por entonces surgían en Europa se debían, al menos en parte, a los setenta y cuatro años de residencia de los Papas en Aviñón, en donde la Curia 2 era, en su mayoría, francesa. Gregorio hubiera regresado a Roma con su corte de no haber hallado la oposición de los cardenales franceses. Como en sus cartas Catalina había requerido tan vehementemente su presencia en Roma, era natural que ahora que se hallaban frente a frente discutieran ese asunto. «Cumplid lo que prometisteis», le dijo Catalina recordándole un voto que el Papa hiciera en cierta ocasión, el cual nunca había confesado a nadie. Enormemente impresionado por lo que consideró algo sobrenatural, el Papa Gregorio decidió actuar rápidamente.

El 13 de septiembre del año 1376 salió de Aviñón para dirigirse a Roma por mar, mientras Catalina y sus amigos abandonaban la ciudad para dirigirse a Siena por tierra. Al llegar a Génova tuvo que detenerse debido a la enfermedad de sus dos secretarios, Neri di Landoccio y Esteban Maconi. Este último era un joven noble sienés, convertido recientemente, que se había trocado en un ardiente seguidor de Catalina. Cuando ésta regresó a Siena continuó su correspondencia con el Papa, instándole a laborar en pro de la paz. A instancias del Papa, Catalina volvió a Florencia, que aun estaba dividida por las facciones, en donde quedó algún tiempo con peligro, frecuentemente, de su propia vida. Logró establecer la paz entre los gobernantes de la ciudad y el Papado, pero esto sucedió en tiempos del sucesor de Gregorio.

Después del regreso de Catalina a Siena, Raimundo de Capua nos cuenta que «se ocupó activamente en la composición de un libro que dictó bajo la inspiración del Espíritu Santo». Esta era la obra mística, en cuatro tratados, llamada Diálogo de Santa Catalina.

Su salud estaba tan debilitada por las austeridades que nunca estaba libre de dolor; sin embargo, su rostro era siempre sonriente. Se afligía con cualquier escándalo de la Iglesia, especialmente el del Gran Cisma que siguió a la muerte de Gregorio XI. Urbano VI fue elegido como su sucesor por los cardenales de Roma y Clemente VII por los cardenales rebeldes de Aviñón. La cristiandad occidental estaba dividida; Clemente fue reconocido por Francia, España, Escocia y Nápoles; Urbano, por la mayor parte del Norte de Italia, Inglaterra, Flandes y Hungría. Catalina se debilitó en el intento de cerrar esa brecha abierta en la unidad cristiana y obtener para Urbano la obediencia debida a la legítima cabeza de la Iglesia. Carta tras carta fue enviada a los príncipes y jefes de Europa. Al propio Urbano le escribió para aconsejarle que frenara su genio altivo y violento. Era el segundo Papa que ella aconsejaba, reprendía e, incluso, ordenaba. Lejos de enojarse por ello, Urbano la mandó llamar a Roma para poder aprovechar sus consejos. Catalina abandonó Siena a pesar suyo, para ir a vivir en la Ciudad Santa. En diversas ocasiones, en Siena, Aviñón y Génova, los más versados teólogos la habían interrogado y habían quedado humillados por la sabiduría de sus respuestas.

Aunque Catalina contaba únicamente treinta y tres años, su vida tocaba a su fin. El 21 de abril de 1380, un ataque de parálisis la dejó inválida de cintura para abajo, y ocho días después falleció en brazos de su querida amiga Alessia Saracini. Los dominicos de Roma guardan el cuerpo de Catalina en la Iglesia Minerva, pero Siena tiene su cabeza en un relicario, guardado en la iglesia de Santo Domingo. El Papa Pío II canonizó a Catalina en 1461. El talento de escritora de la santa ha sido motivo de que la hayan comparado con sus compatriotas Dante y Petrarca. Entre las obras literarias que de ella han quedado tenemos el Diálogo y unas cuatrocientas cartas, muchas de ellas de gran belleza literaria y muestras de ternura, visión e inspiración. Una de las mujeres importantes en la Europa de su tiempo, los dones de Catalina fueron empleados en la consecución de los ideales cristianos.

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