En 1521, en México, chocaron dos culturas. Por un lado, estaban los conquistadores venidos de España; por el otro, los aztecas con su civilización. Los aztecas sucumbieron ante la codicia y la violencia de los invasores.
En diciembre de 1531, un indígena recién convertido y bautizado se dirigía a la iglesia de Santa Cruz para asistir a las lecciones de catequesis. Al pasar cerca de una colina, no lejos de la Ciudad de México, escuchó el alegre canto de los pájaros y se acercó. Entonces oyó una voz que lo llamaba por su nombre: era la Virgen María, quien le pidió que fuera a ver al obispo para pedirle que construyera un templo «donde yo pueda mostrar todo mi amor» como madre misericordiosa. Juan Diego obedeció, pero el obispo no le prestó atención. Lo mismo ocurrió después de la segunda y la tercera aparición. En la cuarta, la Virgen exhortó a Juan Diego a recoger unas rosas y a llevarlas al arzobispado. El indígena obedeció y, al abrir su manto (tilma) frente al obispo, este vio impresa en él la bellísima imagen de la Madre de Dios, que todavía hoy puede contemplarse en el santuario construido en el lugar de las apariciones en Guadalupe. La imagen de la Virgen en la tilma de Juan Diego fue un signo de aliento para los tímidos comienzos de una nueva civilización nacida de la mezcla y la colaboración entre vencedores y vencidos.
Después de las apariciones, Juan Diego orientó su vida decididamente hacia Dios. Pasó su tiempo entre el cultivo de los campos y las prácticas de la religión cristiana, testimoniando incansablemente la promesa hecha por la Virgen de intervenir a favor de quienes se dirijan con afecto filial a su corazón de Madre.
MARTIROLOGIO ROMANO. San Juan Diego Cuauhtlatoatzin, de origen indígena, dotado de una fe purísima, con su humildad y fervor logró que se edificara el santuario en honor de la Santísima Virgen María de Guadalupe en el cerro de Tepeyac, cerca de la Ciudad de México, donde ella se le apareció y donde él se durmió en el Señor.
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