Había nacido en una familia distinguida de una pequeña ciudad a cien kilómetros al norte de Roma: Todi. Fue un gran filósofo y un sabio de su tiempo. Al fallecer el papa Teodoro I (649) le escogieron para presidir la sede romana. Se dedicó con todo empeño en ayudar a los más pobres de la ciudad, y como tal adquirió una justa fama de bienhechor. En aquellos años se disputaba la primacía del mundo el imperio de Oriente (Constantinopla) en contra de Roma. Y por debajo de aquella rivalidad política estaba la ideología de tipo religioso. En Oriente se vivía la herejía monoteleta (que Cristo no tenía más que una voluntad, la divina; como hombre, estaba sin voluntad). El papa Martín no pasaba por ninguna de estas dos pretensiones de Oriente.
Convocó un concilio en Letrán (649) y condenó las ideas monoteletas. Pero el emperador Constante no cesaba en sus empeños. Después de muchas peripecias, lo secuestraron al papa, lo llevaron de una parte a otra hasta dejarlo en Constantinopla. Allí lo metieron a una cárcel y estuvo tres meses sin ver a nadie. Por fin lo juzgaron ignominiosamente, y con una cadena al cuello lo metieron de nuevo al calabozo. De allí lo sacaron para llevarlo al Quersoneso (Sebastopol), desterrado. El año 654 moría, como un mártir, defendiendo la verdad católica por encima de los intereses políticos del emperador.
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