Al igual que Francisco de Sales, que fue amigo y contemporáneo suyo, Vicente de Paúl prestó un valioso servicio a la Iglesia católica durante una época de confusión y relajamiento. Pero al revés del obispo de Ginebra, Vicente nació en la pobreza, de origen campesino. Su lugar de nacimiento fue Pouy, cerca de Dax, en la Gascuña, región del sudoeste de Francia, y la fecha fue del año 1576. Juan de Paúl y Bertrana de Moras, sus padres, eran labradores y tuvieron cuatro hijos y dos hijas. Dándose cuenta de la inteligencia de Vicente, el padre lo mandó con los padres «Cordeliers»1 de Dax para que tomaran a su cargo la educación del muchacho. Cuando pasaron cuatro años de estudio, un abogado de la ciudad tomó a Vicente en calidad de tutor de sus hijos, permitiendo de este modo que la educación del joven continuara sin que los padres tuvieran que gastar dinero en ella. Vicente prosiguió sus estudios en la Universidad de Zaragoza, en España, y regresó luego a Francia para concurrir a la Universidad de Toulouse. A los veinticuatro años fue ordenado sacerdote por el obispo de Perigueux, pero permaneció en Toulouse cuatro años más para obtener el título de doctor en Teología.
Aparte de su aptitud para el estudio y de cierta persistencia en la consecución de sus fines, nada en la vida de Vicente, por entonces, hubiera podido hacer pensar en su fama y santidad futuras. En esa época emprendió un corto viaje que había de cambiar toda su vida. El joven sacerdote fue capturado en el mar por unos piratas y vendido como esclavo en África... Este hecho extraordinario sucedió de la siguiente manera. Vicente, después de haber vuelto a su casa con el título de doctor, tuvo que regresar a Toulouse para obtener, mediante proceso, un pequeño legado que le dejara una anciana de la ciudad. Realizó el viaje por mar, desde Marsella hasta Narbona, a bordo de un pequeño navío, el cual fue abordado por tres bergantines piratas de Berbería, que por entonces amenazaban toda la navegación en el mar Mediterráneo. Cuando los cristianos se negaron a arriar la bandera, los piratas los atacaron con flechas, y hubo varios muertos y muchos heridos, entre los que se contaba el propio Vicente. Los que quedaron con vida fueron apresados y llevados al África. Los piratas desembarcaron en Túnez y llevaron a sus prisioneros por las calles de la ciudad, después de lo cual se les hizo volver al barco y fueron vendidos como ganado. Vicente fue adquirido por un pescador, el cual lo revendió a un anciano musulmán, hombre de humanos sentimientos que había pasado cincuenta años tratando de hallar la piedra filosofal. Pronto se encariñó con su esclavo, al cual instruía en alquimia y en la fe de Mahoma y llegó a prometerle que lo haría su heredero y le comunicaría todos los secretos de su ciencia si adoptaba la religión musulmana. El joven sacerdote, aterrorizado ante la idea de que su propia fe llegara a corromperse, suplicó la protección divina y, particularmente, la intercesión de la Virgen Bendita.
Vicente seguía firme en su fe y vivió con el anciano hasta su muerte, después de la cual pasó a ser propiedad del sobrino de su antiguo amo, que no tardó en venderlo a un cristiano renegado, natural de Niza. Este hombre, convertido al mahometismo, tenía tres mujeres, una de las cuales era turca. 'Ésta solía pasear por el campo, en donde trabajaba el nuevo esclavo cristiano, y por curiosidad le pedía que cantara canciones en alabanza de su Dios. Vicente obedecía, y mientras ardientes lágrimas corrían por sus mejillas, entonaba algunos Salmos, entre ellos el Salmo CXXXVII, Junto a los ríos de Babilonia, en el que los judíos lloraban su cautiverio. La mujer turca comenzó entonces a reprochar a su esposo que hubiera abandonado su religión y siguió haciéndolo, si bien ella no pensaba aceptar la fe cristiana, pero logró que su marido volviera a hacerse cristiano. Se arrepintió de su apostasía y él y Vicente planearon huir de África juntos. Lograron atravesar el Mediterráneo en un pequeño bote, desembarcaron cerca de Marsella en el mes de junio de 1607 y siguieron viaje hasta Aviñón. Allí el apóstata se ,confesó y abjuró del mahometismo ante el vicelegado papal. Al año siguiente, acompañado por Vicente, marchó a Roma, en donde ingresó en la Orden de los Hermanos de San Juan de Dios,2 que servía en los hospitales.
Vicente regresó a Francia v tuvo la suerte de llamar la atención de la reina Margarita de Valois, la cual le nombró limosnero suyo. Este cargo le dio la renta de una pequeña abadía. Durante algún tiempo vivió en la misma casa en que moraba un abogado, el cual, cierto día, comprobó que una suma considerable le había sido substraída. Acusó a Vicente de ese robo y habló contra él a todos sus amigos. Vicente no hizo otra cosa que negar serenamente aquella acusación, añadiendo : «Dios sabe la verdad.» Durante seis años sufrió aquella calumnia, sin que él volviera a negar la acusación hasta que, por último, el verdadero ladrón confesó. Más tarde, Vicente relató este hecho, en una charla con sus sacerdotes, hablando como si la víctima hubiera sido otra persona, para poderles probar que la paciencia, el silencio y la resignación suelen ser la mejor defensa de la inocencia.
Vicente conoció por entonces a un famoso sacerdote de París, monsieur de Bérulle, que luego sería cardenal. El Padre Bérulle, que por entonces estaba ocupado en la fundación en Francia de una rama de la Congregación del Oratorio, se dio cuenta del valor de Vicente. Para él obtuvo un curato en Clichy, en las afueras de París, y luego, también por influencia suya, Vicente se convirtió en tutor de los hijos de Felipe de Gondi, conde de Joigny y general de las galeras de Francia. La condesa, mujer muy seria, quedó impresionada por Vicente y pronto hizo de él su director espiritual.
En 1617, mientras la familia se hallaba en la casa de campo de Folleville, en la diócesis de Amiens, Vicente fue enviado para recibir la confesión de un labrador que estaba gravemente enfermo. Durante ella, Vicente supo que todas las confesiones previas de aquel hombre habían sido sacrílegas. Al restablecerse aquel campesino dijo, en presencia de la condesa, que se hubiera perdido para la eternidad de no haber hablado con Vicente. A diferencia de la mayoría de las damas nobles de aquella época, que no sentían la menor responsabilidad por sus vasallos, esta mujer se preocupaba del bienestar espiritual de su gente. Fue ella quien persuadió a Vicente para que predicara en la iglesia parroquial de Folleville y diera instrucción al pueblo. La gente acudió en tal cantidad que tuvo que llamar a los jesuitas de Amiens para que le ayudaran en la tarea. Fue en esa época cuando principió la Congregación de la Misión.
Ese mismo año, Vicente abandonó la casa del conde para convertirse en pastor de la parroquia de ChatillonlesDombes, que hacía tiempo se había descuidado y cuya iglesia estaba de hecho abandonada a los elementos. Restaurando la iglesia e instituyendo la costumbre del culto regular creó un nuevo espíritu que ayudó a regenerar a todo aquel distrito. Convirtió al notable conde de Rougemont y a muchos otros aristócratas que llevaban una vida de absoluto libertinaje. La condesa, al ver cuán efectiva era la obra de Vicente, le ofreció una suma considerable de dinero para fundar una misión perpetua en el lugar que creyera mejor y según le pareciera. En un principio nada surgió de aquella idea, ya que Vicente no parecía dispuesto a llevar a cabo una empresa de esa talla. Mientras tanto la condesa procuró la ayuda de su esposo para organizar un grupo de misioneros que laboraran entre sus propios vasallos, así como entre los campesinos de la comarca. Trazaron igualmente el plan de una misión perpetua, con ayuda del hermano del conde, el arzobispo de París Francisco de Gondi, el cual les dio el Colegio de BonsEnfants como casa para la nueva comunidad.
La condesa había obtenido de Vicente la promesa de que continuaría siendo su director espiritual mientras ella viviera, así como la seguridad de que la asistiría en sus últimos momentos. La salud de aquella dama había decaído mucho y murió en el verano del año 1625, después de lo cual Vicente fue a establecerse en París en el Colegio de BonsEnfants. Entonces, a los cuarenta y nueve años de edad, se hallaba libre para asumir el cargo de director.
Estableció las reglas y constitución de la casa, las cuales fueron aprobadas por el Papa Urbano VIII en 1632. En aquel mismo año les entregaron el priorato de San Lázaro, que desde entonces sería la casa principal de la Congregación. Los Padres de la Misión fueron por ello llamados lazaristas, aunque son mejor conocidos por el nombre de paules. La Congregación consistía entonces, como ahora, en sacerdotes y seglares que, después de un período de prueba, hacen cuatro votos simples de pobreza, castidad, obediencia y firmeza. Viven de un fondo común y se dedican a santificar sus propios espíritus y convertir a los pecadores. Se emplean en misiones, especialmente con la gente del campo, y enseñan el Catecismo, predican, reconcilian diferencias y realizan obras de caridad. Algunos dirigen seminarios. Esa institución florece ahora en casi todo el mundo. Vicente vivió para ver veinticinco comunidades más fundadas en Francia, en el norte de Italia, Polonia y otros países.
Aunque esta obra era extensa y compensaba suficientemente, no era lo bastante para satisfacer la pasión que Vicente sentía por aliviar los sufrimientos de la gente. Inició confraternidades para investigar y cuidar a los enfermos en cada parroquia. De esos grupos, dirigidos por Luisa de Marillac, surgieron las Hermanas de la Caridad,' «cuya capilla es la iglesia parroquial, y cuyo claustro está en las calles de las ciudades y muros de los hospitales». Vicente persuadió a cierto número de damas nobles y acaudaladas de París, que hasta entonces no se habían preocupado por la miseria de los demás, a que se agruparan en las Damas de la Caridad, para recoger fondos y prestar ayuda práctica. Hizo planes para fundar varios hospitales para los necesitados, enfermos, expósitos y ancianos. En Marsella abrió un hogar para los exhaustos galeotes. Por aquella época era costumbre en Francia* castigar a los criminales condenándolos a servir en las galeras de guerra del Estado. Encadenados a los bancos y cruelmente azotados, eran ellos quienes tenían el duro trabajo de mover aquellos pesados navíos. Al cabo de pocos años los prisioneros quedaban exhaustos y no podían seguir la condena. Entonces, y por primera vez, tuvieron un hospital y recibieron diversas ayudas.
Vicente ideó ciertos ejercicios espirituales para aquellos hombres que estaban a punto de entrar en las Santas Órdenes, así como ejercicios especiales para los que deseaban hacer confesión general o decidir una vocación. Frecuentemente conferenciaba con el clero para corregir los descuidos, abusos e ignorancia que había en torno suyo. Al precepto bíblico «Tú eres el guardián de tus hermanos» dio un nuevo y práctico sentido, estableciendo modelos de filantropía seguidos desde entonces. A la mundana sociedad parisiense del siglo xvII mostró el ejemplo de desprendida caridad que tanto necesitaba.
El conflicto religioso y político conocido como la Guerra de los Treinta Años había estallado. Vicente, al saber la miseria en que se hallaba el pueblo de Lorena, se dedicó a recoger limosnas en París para ayudarlo. Envió misioneros a otros países afectados por la guerra. Recordando sus propias penas, que pasara como esclavo en Túnez, logró reunir dinero suficiente para rescatar a unos mil doscientos cristianos que sufrían esclavitud en África. Vicente era influyente con los poderosos cardenales Richelieu v De Retz, directores de la política exterior francesa, y fue mandado llamar por el rey Luis XIII para que le asistiera en su agonía. La viuda del rey, Ana de Austria, convertida en regente del reino, le hizo miembro del Consejo de Conciencia del príncipe, de cinco años, que sería el futuro Luis XIV. Vicente siguió gozando del favor de la corte y durante la guerra civil de la Fronda procuró persuadir a la reina regente para que despidiera a su impopular ministro, el cardenal Mazarino, y tratar así de apaciguar y unificar al país.
Así, aunque no tuvo las ventajas de noble ascendencia, fortuna o aspecto atractivo, ni tampoco ningún don aparente, los últimos años de Vicente de Paúl forman una larga lista de realizaciones. En medio de graves asuntos, su alma nunca se alejó de Dios; siempre, al oír tocar la campana, hacía el signo de la cruz como acto de amor divino. A través de fracasos, calumnias y frustraciones, que no fueron pocos, siempre conservó la serenidad. Todo lo veía como manifestaciones de la Divina voluntad, a la que se resignaba en seguida. Sin embargo, por naturaleza y según él mismo escribiera, era «de temperamento bilioso y muy sujeto a la ira». Aseguraba .que sin la gracia divina habría sido «de genio violento y repelente, tosco y de mal humor». Pero, con la gracia, se hizo tierno hasta el punto de ver todos los sufrimientos de la humanidad corno si fueran propios de él. Su tranquilidad parecía elevarle por sobre todas las turbaciones. La autonegación, humildad y un espíritu ávido de oración, fueron los medios que le permitieron lograr tal grado de perfección. Cierta vez, dos hombres de excepcional talento le pidieron ser admitidos en la congregación, pero Vicente los rechazó cortésmente diciéndoles : «Vuestros conocimientos os elevan por encima de nuestro nivel. Vuestro talento puede rendir buen servicio en otra parte. En la que nos atañe, nuestra mayor ambición es instruir a los ignorantes, hacer que los pecadores se arrepientan y establecer el espíritu del Evangelio de caridad, humildad y sencillez en los corazones de todos los cristianos.» Una de sus reglas era que, en la medida de lo posible, el hombre no debía hablar de sí mismo o de lo que a él se refería, ya que tales discursos suelen proceder del orgullo y amor propio.
A Vicente le preocupaba profundamente el auge y extensión que la herejía jansenista4 estaba adquiriendo. Protestaba acaloradamente ante aquella concepción de un Dios que parecía limitar Su misericordia y en su congregación no quedó ningún sacerdote que comulgara con aquel error. «He hecho de la doctrina de gracia el objeto de mi oración durante tres meses ?dijo? y cada día Dios ha confirmado mi fe en que Nuestro Señor murió por todos nosotros y en que Él desea salvar a todo el mundo.»
Al acercarse el fin de su vida, Vicente tuvo que sufrir mucho. El 27 de septiembre de 1660 recibió los últimos sacramentos y murió calmadamente en su silla, a los ochenta y cinco años de edad. Fue enterrado en la iglesia de San Lázaro, en París. En 1729 fue beatificado por Benedicto XIII y canonizado por Clemente XII en 1737. El Papa León XIII lo proclamó patrón de todas las sociedades caritativas. Su emblema apropiado son los niños.
-San Siro de Pavía ObispoS. Siro de Palestina, fue amaestrado y le levantado a ministro de Dios de los discípulos de los Apóstoles. Tomado consigo el san joven luvenzio, fue...
-Nuestra Señora de Loreto Los santuarios dedicados a Maria son esparcidos en todo el mundo, porque la Virgen siendo mamá de todos, quiere estar vecina a todos sus hijos. Uno...