Llegamos a uno de los hechos históricos más importantes de los primeros tiempos del cristianismo. Lucas, compañero del Apóstol, lo ha contado por extenso (Hch 9, 122). Por su parte, Pablo relató personalmente lo acontecido a los judíos de Jerusalén (Hch 22, 615) y al rey Agripa (Hch 26, 918).
«Creía que era mi deber combatir a Jesús de Nazaret. Es lo que hacía en Jerusalén en donde encarcelé a un buen número de sus discípulos, aprobando su condena a muerte. Con frecuencia en las Sinagogas, a fuerza de torturas, les forcé a abjurar de su fe. Mi celo era tan grande que los perseguía hasta las ciudades del extranjero. Así fue como partí para Damasco, con un despacho del gran sacerdote que me autorizaba a traer encadenados, a Jerusalén, a cuantos cristianos encontrase. Nos acercábamos a la ciudad mis compañeros y yo, cuando una luz del cielo, más brillante que el sol, nos cegó y nos hizo caer al suelo fulminados. Una voz que sólo yo oí me dijo en hebreo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ?¿Quién eres, Señor?, pregunté. ?Yo soy Jesús a quien tú persigues, y te he elegido para ser testigo mío ante los gentiles y para anunciarles lo que te revelaré más adelante, para que creyendo en mí pasen de las tinieblas a la luz y obtengan, con el perdón de sus pecados, la herencia que Dios reserva para los suyos. Levántate, entra en esa ciudad, y obedece a lo que te digan».
Al instante se quedó ciego y sus compañeros le condujeron de la mano a casa de un tal Judas donde, al día siguiente, Ananías le encontró rezando. Le impuso las manos y le bautizó. Unas escamas cayeron de sus ojos, recobró la vista y, después de dos días sin haber comido ni bebido, se sentó a la mesa a comer. Pablo, añade Lucas, permaneció algunos días con ellos; después les dejó para predicar a Cristo, el Hijo de Dios.
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