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San Ignacio de Loyola

San Ignacio de Loyola
autor Pieter Paul Rubens año 1622 título Sant'Ignazio di Loyola
nombre: San Ignacio de Loyola
título: Sacerdote
recurrencia: 31 de julio




San Ignacio de Loyola, con su nueva y dinámica concepción de la vida religiosa, ha dejado una huella en la Iglesia sin paralelo en los tiempos modernos. El fundador de la Sociedad de Jesús era un pragmático idealista que dedicó sus años maduros a la revitalización del catolicismo aceptando el reto de la Reforma protestante. Nació el 24 de diciembre del año 1491, el año antes de que Colón descubriera el Nuevo Mundo, reclamándolo para Fernando e Isabel. El lugar de su nacimiento fue el gran castillo de Loyola en Guipúzcoa, en el país vasco del Noroeste de España. Tanto su padre, don Beltrán, señor de Onaz y de Loyola, como su madre, eran de ilustre y antiguo linaje. En la familia había tres hijas y ocho hijos, siendo Iñigo, nombre de pila de Ignacio, el más joven. Era un muchacho delgado, apuesto y alegre, que tenía el orgullo español, valor físico y una pasión ardiente por la gloria. De joven Iñigo fue enviado por su padre a vivir en la mansión de Juan Velázquez Cuéllar, uno de los gobernadores provinciales del rey Fernando, en Arévalo, ciudad de Castilla. Allí permaneció durante muchos años, pero, al igual que la mayoría de los jóvenes de su clase, no aprendió mucho más que a ser un buen soldado, buen jinete y cortesano. Este largo período de educación en el que las virtudes militares de la disciplina, obediencia y prudencia le fueron inculcadas, ejerció alguna influencia en la forma y tono general de la sociedad que más tarde fundaría.

Cuando tenía veinticinco años se alistó bajo la bandera de uno de los caballeros del rey, el duque de Nájera, prestando servicio en la guerra de fronteras contra los franceses, en el norte de Castilla y Navarra, en donde ganó el grado de capitán. El suceso que iba a cambiar el curso de su vida fue la defensa de la fortaleza de Pamplona, capital de Navarra. Durante aquella batalla, dirigida por Iñigo, éste demostró su valentía contra fuerzas muy superiores a las suyas, pero cuando fue herido por una bala de cañón que quebró su espinilla derecha, el español capituló. Los franceses examinaron las heridas del joven capitán y en una litera lo mandaron al castillo de su padre, que distaba unas cincuenta millas. El hueso, aplastado, tuvo que ser quebrado nuevamente para volver a colocarlo en su sitio, operación bárbara que dejó el final del hueso sobresaliendo. La anestesia no se conocía por entonces e Iñigo sufrió todo esto, así como el aserramiento del hueso, sin que tuvieran que atarlo ni sostenerlo. Después de esto su pierna derecha quedó más corta que la izquierda.

Cierto día, mientras estaba recluido en cama, pidió a su cuñada que le trajera un libro romántico por entonces muy popular, Amadís de Gaula, para distraer las horas. Ese libro, que trataba de los antiguos caballeros y de sus valerosas hazañas, no pudo ser hallado y en su lugar le entregaron La leyenda dorada, colección de historias de los santos, y una Vida de Cristo. Comenzó a leerlos con escaso interés, pero gradualmente fue absorbiéndose en la lectura, y tanto le conmovió que pasó días y días leyendo y releyendo esos libros. Estaba enamorado de cierta dama de la corte y por entonces todavía guardaba su pasión por las hazañas caballerescas. Poco a poco comenzó a darse cuenta de la vanidad de esas pasiones mundanas y de su dependencia de las cosas espirituales. Observó que los pensamientos que derivaban de Dios le colmaban de paz y tranquilidad, mientras que los otros, aunque llegaran a deleitarle brevemente, dejaban pesaroso su corazón. Esta división, como debía escribir en su libro Ejercicios espirituales, ayuda a distinguir el espíritu de Dios del del mundo.' A fines de su convalecencia había alcanzado el punto de la dedicación; desde entonces iba a luchar por obtener victorias en los campos del espíritu y lograr la gloria que los santos alcanzaran.

Comenzó por disciplinar su cuerpo, levantándose a medianoche para pasar horas afligiéndose por sus pecados. No sabemos la gravedad de esos pecados, pero es probable que como joven soldado participara de la vida descuidada de los demás. Su hermano mayor, don Martín, que a la muerte de su padre se había convertido en señor de Loyola, regresó por entonces de la guerra. Hizo todo lo que pudo por mantener a Iñigo en el mundo, pues necesitaba la fuerza e inteligencia de su joven hermano para administrar sus posesiones. Iñigo, sin embargo, estaba decidido a seguir su camino. En cuanto su estado se lo permitió montó en una mula y marchó a hacer una peregrinación, recurso siempre de las personas turbadas o indecisas, a Nuestra Señora de Montserrat,2 templo que se alza sobre las montañas, no lejos de Barcelona. Un episodio que sucedió durante este viaje muestra que su comprensión del catolicismo estaba lejos de ser perfecta, por entonces. Topó con un jinete moro y, mientras hacían camino, hablaron de su respectiva fe. El moro habló ligeramente acerca de la Virgen María, por lo que Iñigo se enfureció. Cuando ambos jinetes se separaron con enfado al llegar a cierta encrucijada, Iñigo dejó que su mula siguiera su propia inclinación : si se dirigía hacia Montserrat, él se olvidaría del moro, pero si tiraba tras él lucharía con el infiel y lo mataría. Según nos dicen, la mula optó, providencialmente, por seguir el camino que conducía al lugar de peregrinación, y al llegar allí, Iñigo se despojó de sus ricos vestidos, dejó su espada ante el altar, se puso el hábito de los peregrinos y tomó un bordón y una calabaza. Después de una confesión completa hizo el voto de vivir de allí en adelante en penitencia y devoción de Dios. Pronto encontró a un santo varón Inez Pascual, que había de ser su amigo toda la vida. A pocas millas de distancia estaba la pequeña ciudad de Manresa, en donde Iñigo se retiró a una cueva para orar y hacer penitencia. Durante casi todo el año 1522 vivió en la cueva, subsistiendo de las limosnas.

Como sucede frecuentemente, a la exaltación siguieron períodos de duda y temor. Deprimido y triste, Iñigo sentía a veces la tentación de suicidarse. Comenzó por entonces a anotar sus experiencias y percepciones, y esas notas fueron desarrollándose en lo que había de constituir su famoso libro Ejercicios espirituales. Por fin su paz interior le fue devuelta y su alma nuevamente se llenó de gozo. De esta experiencia obtuvo el conocimiento que le ayudó a comprender y curar las turbadas conciencias de otros hombres. Años más tarde dijo a su sucesor en la Compañía de Jesús, el Padre Láynez, que supo más de los divinos misterios rezando una hora en Manresa de lo que pudieron enseñarle los doctores de las escuelas. En febrero de 1523, Ignacio, como desde entonces se llamaría, comenzó el viaje a Tierra Santa. que desde hacía tiempo pensaba realizar y en donde quería laborar y predicar. Embarcó en Barcelona y pasó la Pascua en Roma. Embarcó nuevamente en Venecia hacia Chipre y de allí siguió hasta Jaffa. Su celo era tan notable que cuando visitaba los escenarios de la vida de Cristo, el guardián franciscano de los Santos Lugares le ordenó que se marchara, temiendo que despertara el antagonismo de los fanáticos turcos y que fuera secuestrado hasta pagar el rescate.

Regresó a Barcelona por el camino de Venecia. Sintiendo la necesidad de mayor educación entró en una clase de gramática latina elemental, ya que todas las obras serias estaban escritas en esa lengua. Isabel Roser, piadosa dama de la ciudad, ayudó a su manutención. A los treinta y tres años halló difícil el estudio del latín. Su vida de soldado y su reciente período de retiro no le habían preparado para tal empresa. Únicamente la consideración de que su concentración en la religión era una tentación pudo hacerle progresar. Sufrió con buen humor las bromas de sus compañeros de estudio.

Después de estudiar dos años en Barcelona, Ignacio fue a la Universidad de Alcalá, cerca de Madrid, recién fundada por el gran inquisidor Jiménez de Cisneros. Allí asistió a las clases de lógica, física y teología y, si bien trabajó con empeño, progresó poco. Vivía en un hospicio para estudiantes pobres, vestía un burdo hábito gris y mendigaba su comida. Parte de su tiempo lo empleaba prestando servicio en el hospicio y enseñando a los niños el Catecismo. Como no tenía instrucción ni autoridad para esto, el vicario general le acusó y mandó encarcelarlo durante seis semanas. Al cabo de ellas el vicario lo declaró inocente y lo mandó soltar, aunque siguió prohibiéndole que diera instrucción religiosa durante tres años y que llevara hábito que lo distinguiera.

Siguiendo el consejo del arzobispo de Toledo, Ignacio marchó a la antigua Universidad de Salamanca. También allí, debido principalmente a que no podía refrenar su celo de reforma, fue sospechoso de poseer ideas peligrosas. El vicario general de Salamanca lo encarceló durante algún tiempo y luego también lo declaró inocente, ortodoxo y persona de sincera bondad. Ignacio consideraba esos sufrimientos como pruebas con las que Dios santificaba su alma, y nunca dijo palabra contra sus perseguidores. Sin embargo, al recobrar su libertad decidió salir de España, y a mediados del invierno viajó hasta París, a donde llegó en el mes de febrero del año 1528.

Estudió en el Colegio de Montaigu y luego en el de Santa Bárbara, en donde se perfeccionó en el latín, y luego siguió un curso de filosofía. En las vacaciones fue a Flandes, y una o dos veces a Inglaterra, para pedir ayuda a los mercaderes españoles que allí vivían. Durante tres años y medio estudió filosofía; pero era tal su deseo de hacer de la religión católica una fuerza vital en las vidas de los hombres, que nunca estaba contento de ser solamente un estudiante. Persuadió a varios de sus compañeros de estudios, muchos de ellos bastante más jóvenes que él, para que, rezando, pasaran con él los domingos y días santos y a ocuparse en buenas obras en favor de otros. Varios de esos hombres iban a formar el núcleo central le la Compañía de Jesús. Pero las autoridades conservadoras no tardaron en hacerse oír. Pegna, uno de los maestros, creía que esas actividades dificultaban el estudio y se quejó ante Ignacio de Govea, el principal del colegio. Como resultado, Ignacio debía sufrir el azote público para que su infortunio pudiera evitar que otros siguieran su ejemplo. Estaba dispuesto a sufrir el castigo, pero temió que el escándalo de su condena como corruptor de los jóvenes tendría como consecuencia que las jóvenes almas que reclamara perdieran la confianza en él. Por ello fue a ver al principal y, modestamente, Ie explicó lo que intentaba hacer. Govea lo escuchó atentamente, y cuando Ignacio acabó de hablar, lo tomó de la mano y lo condujo hasta el vestíbulo en donde todo el colegio estaba reunido. Entonces pidió perdón a Ignacio, diciendo que ahora sabia que éste no tenía otro anhelo que la salvación de las almas. Después de esta vindicación dramática, Pegna nombró a otro estudiante, Pedro Faber, para que le ayudara en sus estudios, y así Ignacio pudo terminar su curso de filosofía, obtener el título de maestro en artes en 1535 y comenzar a trabajar en la teología. Su mala salud fue causa de que no obtuviera el doctorado.

Por esa época otros seis estudiantes de teología de París se asociaban regularmente con Ignacio en lo que él llamaba ejercicios espirituales. Eran ellos Pedro Faber, Francisco Javier, un joven español de noble alcurnia; Nicolás Bobadilla, Diego Láynez y Alfonso Salmerón, españoles también y buenos estudiantes, y el portugués Simón Rodríguez. Acordaron entonces hacer el voto de pobreza y castidad perpetuas y marchar a predicar a Palestina tan pronto como finalizaran sus estudios o, de ser imposible esto, ir a ofrecerse al Papa para que dispusiera de ellos. Este voto fue hecho con toda solemnidad en una capilla de Montmartre el día de la Asunción, en el mes de agosto del año 1534, después de haber recibido la comunión de manos de Pedro Faber, que recientemente había sido ordenado sacerdote. Poco después Ignacio regresó a su tierra para cuidar su salud. Salió de París al comenzar el año 1535 y fue alegremente recibido en Guipúzcoa. Pero en lugar de quedarse en el castillo familiar se hospedó en un hospital cercano, en donde continuó su tarea de enseñar la doctrina cristiana.

Los siete hombres no perdieron el contacto, y dos años después todos se reunieron en Venecia. Debido a la guerra que entonces había entre los venecianos y los turcos, no pudieron hallar barco que marchara a Palestina. Se dirigieron entonces a Roma, en donde el Papa Pablo III los recibió benévolamente y dio a aquéllos que todavía no eran sacerdotes el permiso de recibir las santas órdenes del obispo que desearan. Una vez ordenados todos ellos, se retiraron a una finca cerca de Vicenza, para prepararse mediante el ayuno y la oración al ministerio del altar. Pronto todos dijeron misa menos Ignacio, el cual demoró aquel momento hasta que hubo pasado un año de preparación. Dijo misa por vez primera en Roma, en la iglesia de Santa María Mayor, en diciembre de 1538, algo más de quince años después de su «conversión». Sin poder todavía llegar a Tierra Santa decidieron poner sus servicios a disposición del Papa. Cuando alguien les preguntaba qué asociación era aquélla, ellos contestaban : «La Compañía de Jesús»,' pues su propósito era luchar contra el vicio y la herejía, la apatía y la decadencia, bajo el estandarte de Cristo. Mientras oraba en una pequeña capilla de La Storta, en el camino hacia Roma, Ignacio tuvo una visión. Dios se le apareció, recomendándolo a Su Hijo, que se mostraba radiantemente a Su lado, aunque cargado con una pesada cruz, y una voz dijo : «Yo te ayudaré en Roma.»

Durante esta segunda visita, el Papa los recibió con toda cordialidad y aceptó sus servicios : Faber fue nombrado para que enseñara las Escrituras y Lávnez para exponer teología en Sapienza4 mientras que Ignacio debía seguir desarrollando sus «ejercicios espirituales» y enseñar a la gente. Los cuatro restantes fueron asignados en otros puestos.

Con el fin de perpetuar y definir sus ideas se propuso entonces que los siete se agruparan en una orden religiosa con una regla y organización propias. Después de orar y deliberar, todos estuvieron de acuerdo en ello y decidieron añadir a los votos de pobreza y castidad perpetuas el de la obediencia perpetua del soldado. A la cabeza debía haber un general que mantuviera el cargo por vida, con autoridad absoluta sobre cada miembro y él mismo sujeto únicamente al Papa. Un cuarto voto iba a ligarlos a acudir allí donde el Papa lo requiriese, para salvación de las almas. Los jesuitas profesados no podían tener propiedad ni beneficios, ni como individuos ni en común; pero sus colegios podían emplear sus rentas y beneficios para el mantenimiento de los estudiantes. La enseñanza del Catecismo sería uno de sus deberes esneciales. Los cardenales nombrados por el Papa para examinar la nueva organización se inclinaron en un principio a desaprobarla, basándose en el hecho de que va existían demasiadas órdenes en la Iglesia. Pero luego cambiaron de parecer y el Papa Pablo ITT aprobó la orden en una bula, fechada el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue escogido unánimemente general el 7 de abril del año 1541, y a su pesar aceptó el cargo, obedeciendo a su confesor. Pocos días después sus hermanos hicieron todos los votos en la Basílica de San Pablo Extramuros.

Ignacio se dedicó a escribir las constituciones de la Sociedad. Sus fines debían ser, ante todo, la santificación de sus propias almas mediante la unión de la vida activa y la contemplativa. En segundo lugar debían instruir a los jóvenes en la piedad y enseñanza, actuando como confesores de las conciencias intranquilas, emprendiendo misiones a otros países y, en general, propagando la fe. Debían llevar el vestido del clero secular. No debían estar obligados a mantener el coro,' ya que su tarea especial era la evangélica y no los servicios del claustro. Antes de que alguien pudiera ser admitido debía hacer una confesión general, pasar un mes haciendo los ejercicios espirituales y pasar un noviciado de dos años, después de lo cual podía tomar los votos de pobreza, castidad y obediencia. Por esos votos se consagraba irrevocablemente a Dios, pero aun el general tenía poder para no aceptarlo. Si este despido se llevaba a cabo, dejaba libre a la persona que lo sufría de toda obligación con la Sociedad. El alto rango de los jesuitas. llamado el de los «profesos» después de varios años de estudio, volvía a hacer los mismos votos, pero esta vez públicamente y sin reservas; por ellos se ataban para siempre. A tales votos se añadía entonces uno que obligaba a emprender cualquier misión entre cristianos o infieles que el Papa ordenara.

Ignacio tenía entonces cincuenta años. El resto de su vida transcurrió en Roma, en donde dirigió las actividades de la Sociedad de Jesús y se interesó en otras fundaciones. Estableció una casa para recibir a Ios judíos conversos durante el período de su instrucción y otra para aquellas mujeres de mala vida que ansiaban reformarse, pero no sentían el llamado de la vida religiosa. Cuando se le dijo que la conversión de esas mujeres rara vez era sincera o permanente, él contestó. «Evitar un solo pecado sería una Eran alegría, aunque tuviera que costar mucho dolor.» Estableció dos casas para pobres huérfanos y otra como hogar para aquellas mujeres cuya pobreza las exponía al peligro.

Muchos príncipes y ciudades de Italia, España, Alemania y los Países Bajos suplicaron a Ignacio que les enviara hermanos. Estableció la regla de que cualquiera que fuera enviado a otro país debía hablar el idioma con soltura, para que pudiera predicar y servir con eficiencia. Ya en 1540 los Padres Rodríguez y Javier fueron enviados a Portugal y el último había partido para la India, en donde había de ganar un mundo nuevo para Cristo. El Padre González fue a Marruecos para enseñar y ayudar a los cristianos que allí sufrían esclavitud. Cuatro misioneros se abrieron paso hasta el Congo y en 1555 once llegaron hasta Abisinia; otros embarcaron en los largos viajes hacia las colonias españolas o portuguesas de América. El doctor Pedro Canisius, famoso por su saber y su piedad, fundó escuelas jesuitas en Alemania, Austria y Bohemia. Los Padres Láynez y Salmerón asistieron al Concilio de Trento.' Antes de su marcha, Ignacio les aconsejaba que fueran humildes en todas sus controversias, mostrando contención y saber. Algunos jesuitas desembarcaron en Irlanda en 1542, mientras que otros emprendían su peligrosa misión en Inglaterra.

En la Inglaterra isabelina, así como en Escocia, el protestantismo se había establecido firmemente y Ios partidarios de la Iglesia romana eran perseguidos. Ignacio oró mucho por la conversión de Inglaterra, y sus hijos aún repiten su rrase cuando rezan : «Por todas las naciones del norte.» Fueron muchos los hermanos que arriesgaron sus vidas para decir la misa en los sitios en que estaba prohibido hacerlo. Entre los mártires católicos ingleses e irlandeses de aquel período que después han sido beatificados se cuentan veintiséis jesuitas. La actividad de la Sociedad de Inglaterra fue, sin embargo, una pequeña parte del trabajo de Ignacio y de sus seguidores en el movimiento que ha sido llamado Contrarreforma. Los jesuitas animaron a los católicos de otros países europeos en donde el protestantismo militante dirigía. Según dice el cardenal Manning, «fue lo que la época necesitaba para contraatacar la revuelta del siglo xvi. Esa revuelta era la desobediencia y el desorden en su forma más agresiva. La Sociedad era obediencia y orden en su más sólida forma.»

En 1551, Francisco Borja,' ministro del emperador Carlos V, se unió a la Sociedad y donó una gran suma para comenzar la construcción del Colegio Romano de Jesuitas. Luego, el Papa Gregorio XIII contribuyó a él generosamente. Ignacio quiso hacer de este colegio un modelo para todas las instituciones jesuitas, preocupándose de hallar los mejores maestros y equipo excelente. El Colegio Alemán de Roma, que ideó para los estudiantes de aquellos países protestantes, se estaba formando. Pronto se establecieron otros colegios, seminarios y universidades. El tipo de educación académica, psicológica y espiritual que tanta fama dio a los jesuitas ya estaba en marcha antes de que su fundador muriera. El tono seguía siendo religioso; los estudiantes debían oír misa a diario, confesar una vez al mes y comenzar sus estudios con la oración. Su maestro debía aprovechar cualquier ocasión para inspirar a sus alumnos al amor de las cosas celestiales y alentarlos en la costumbre de rezar con fervor, cosas que hubieran podido quedar rezagadas en la rutina escolar.

La obra principal de Ignacio, Ejercicios espirituales, había comenzado en Manresa en 1522 y fue publicada en Roma en 1548, con la aprobación papal. En esencia es la aplicación de los píe: ceptos del Evangelio al alma individual, escrita de tal manera que despierta la convicción del pecado, de la justicia y del jui? cio. El valor del retiro sistemático y de la meditación religiosa, que el libro encarece, ha sido conocido siempre, pero el orden y método de meditación que Ignacio prescribe eran nuevos y, aunque muchas de las máximas que repite habían sido dichas ya por los padres, se hallaban en su libro arregladas en forma singular, explicadas y aplicadas. Para realizar los ejercicios según se explican se requiere un mes. La primera semana se dedica a la consideración dei pecado y sus consecuencias; la segunda semana, a la vida terrenal del Señor; la tercera, a Su Pasión, y la cuarta, a Su Resurrección. El objeto es inducir en el practicante tal estado de calma interior que, por ella, pueda llegar a escoger «bien en lo tocante a alguna crisis particular o al curso general de su vida», exento de la preocupación de «cualquier gusto o disgusto excesivos y guiado principalmente por la consideración de lo que mejor realizará el fin para el cual fue creado : la gloria de Dios y la perfección de su propia alma». Una advertencia contenida en el libro dice así : «Cuando Dios ha señaldo un camino, debemos seguirlo fielmente y no pensar nunca en seguir otro bajo pretexto de que es más fácil y seguro. Es uno de los artificios del diablo poner ante el alma un estado, ciertamente sano, pero imposible para ella o, al menos, diferente de ella, de forma que por amor de la novedad pueda desagradarle o ser negligente en su estado presente, en el cual Dios la ha colocado y que es el mejor para ella. Del mismo modo él le hace ver otros actos como más santos y provehosos para hacerle concebir disgusto por su presente empleo.»

El tierno cuidado que Ignacio tuvo por sus hermanos le ganó el corazón de cada uno de ellos. Era parternal y comprensivo, especialmente con los que estaban enfermos. La obediencia y la autonegación eran las dos primeras cosas que enseñaba a los novicios. En su famosa carta a los jesuitas portugueses habla de la virtud de la obediencia y dice que desarrolla y alimenta a todas las demás virtudes; Loyola llama a la obediencia fa virtud distintiva de los jesuitas. La verdadera obediencia alcanza al corazón tanto como al entendimiento y no permite que una persona, aun en secreto, se queje o critique una orden recibida de un superior, al que debe mirar como a alguien investido con la autoridad de Jesucristo. Aun cuando ya estaba debilitado por las enfermedades y la edad, Ignacio dijo que si el Papa le ordenaba saltaría gozosamente a bordo del primer navío que encontrara, aunque no tuviera ni velas ni timón, y navegaría en seguida hacia cualquier parte del globo. Cuando le preguntaron cuáles serían sus sentimientos si el Papa decidiera suprimir la Compañia de Jesús, contestó : «Un cuarto de hora de oración después de la cual va no pensaría más en ello.» Su lección continua era: «Sacrifica tu propia voluntad y juicio a la obediencia. Cualquier cosa que hagas sin el consentimiento de tu guía espiritual será imputada a tu obstinación, no a la virtud, aunque hubieras fatigado tu cuerpo con austeridades y trabajos.»

La humildad, característica de todos los santos, era para Ignacio la virtud hermana de la obediencia. Durante mucho tiempo había vestido raídas prendas y vivió en posadas para los pobres, despreciado e ignorado, pero hallando alegría en esa humillación. Cuando vivió en una casa con sus hermanos siempre participó en las humildes tareas diarias. En los asuntos en que se sabía incompetente siempre estaba dispuesto a aceptar la opinión de los demás. Como él recibía los reproches con alegría y agradecimiento, ninguna falsa delicadeza le refrenaba en regañar a los que lo merecían. Si bien alentaba a los demás en el estudio, era pronto en reprender a cualquiera cuyos estudios lo hicieran volverse preocupado, tedioso o tibio en sus deberes religiosos. Deseaba que cada miembro de la Sociedad se dedicara a la tarea que mejor podía realizar, fuera la enseñanza, predicación o trabajos misioneros. A pesar de la fatiga que el gobierno de la Sociedad le imponía, Ignacio siempre estaba dispuesto a ayudar a los otros. La divisa Ad majorem Dei gloriam (para mayor gloria de Dios) era el fin para el cual él y la Sociedad existían. Cuando Ie preguntaron cuál era el camino más seguro para lograr la perfección, replicó : «Sufrir muchas v serias aflicciones por el amor de Cristo. Pedid esa gracia al Señor : a aquél a quien Él se la conceda también le dará otros muchos señalados favores que siempre rodean esa gracia.»

El historiador francés Guizot, en su Historia de la Civilización, escribió acerca de las miembros de esta orden : «La grandeza de pensamiento, así como la grandeza de corazón, han sido su patrimonio.»

Ignacio dirigió la Compañía de Jesús durante quince años. Cuando murió había trece mil miembros dispersos en treinta y dos provincias por toda Europa y pronto se establecerían otros en el Nuevo Mundo. La Sociedad de Jesús fue el principal instrumento de la Reforma católica. Sus realizaciones como firma comercial, continuadas durante algunos años, fueron notables, pero fueron desaprobadas por el papado. Excluyendo el período de su supresión por un breve papal, en los años 17761814, así como su supresión en varios países en períodos diferentes, en gran parte debido a esas actividades comerciales, la orden ha florecido virtualmente en todas las partes del mundo. Sus instituciones educativas son famosas y muchos jesuitas han logrado distinguirse como maestros y escritores.

Al final de su vida, Ignacio estaba tan débil y exhausto que lo asistían tres padres. Murió, tras una corta enfermedad, el 31 de julio de 1556. El brillante Padre Láynez fue su sucesor; él y el Padre Francisco Borja dieron su dirección a la Sociedad para el futuro. En 1622 Ignacio fue canonizado por el Papa Gregorio XV y en nuestros días el Papa Pío XI lo declaró patrón de todos los ejercicios espirituales. Sus emblemas son la casulla, comunión, un libro y la aparición del Señor.

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