Durante la desintegración del Imperio de Occidente, cuando la herejía era frecuente y todos los valores morales estaban amenazados por las invasiones bárbaras, el Papa León I se yergue como el reuelto campeón de la fe. Su valor y sagacidad elevaron enormemente el prestigio de la Santa Sede y ganaron para él el título de «Grande», distinción acordada solamente a otro Papa, Gregorio I. La Iglesia ha honrado además a León con el lítulo de doctor a causa de sus exposiciones de la doctrina cri ;tiana, extractos de la cual se encuentran ahora incorporadas en las lecciones del breviario católico. De su nacimiento y primeros años no tenemos datos seguros; su familia fue, probablemente, toscana. Sabemos que se hallaba en Roma como diácono bajo el Papa Celestino I y el Papa Sixto III, cuyos pontificados van de los años 422 al 440. León debió alcanzar prontamente el grado de eminencia, pues aun entonces correspondía con el arzobispo Cirilo de Alejandría 1 y Casiano le dedicó su tratado en contra de Nestorio.2 En el año 440, León fue enviado a Galia para que procurase hacer la paz entre los generales imperiales Aetius y Albinus. Poco después murió el Papa Sixto y una diputación arribó desde Roma para informar a León que había sido elegido para la silla de San Pedro. Su consagración tuvo lugar en el mes de septiembre de ese mismo año y él, desde el principio, mostró gran energía en el desempeño de los deberes papales.
El nuevo Papa se propuso hacer de la Iglesia de Roma un modelo para todas las demás. En los noventa y seis sermones que han llegado hasta nosotros vemos que León encarece las virtudes de la caridad, ayuno y oración y asimismo expone la doctrina católica con claridad y concisión, particularmente el dogma de la Encarnación. Se hallaba determinado a proteger a su rebaño contra la herejía, y cuando descubrió que muchos maniqueos 3 que habían huido de la invasión vándala en África se habían establecido en Roma y extendían sus errores, los requirió ante un concilio de clero y de seglares. En el interrogatorio algunos confesaron prácticas inmorales y otros se retractaron. León invocó la autoridad secular en contra de los recalcitrantes; sus libros fueron quemados y los herejes fueron exilados o abandonaron Roma por propia voluntad. Mientras tanto León predicaba vigorosamente en contra de aquella enseñanza falsa, como Agustín hiciera años antes, y escribió cartas de advertencia a todos los obispos italianos. Ciento cuarenta y tres cartas fueron escritas por León, y de ellas nos quedan treinta. Ilustran la extraordinaria vigilancia del Papa sobre la Iglesia en todos los lugares del Imperio. Igualmente alentó a los obispos, especialmente a los italianos, para que vinieran a Roma a consultarlo personalmente.
Desde España, Toribio, obispo de Astorga, envió a León una copia de una carta que había hecho circular acerca de la herejía del priscilianismo. Esa secta se había abierto paso en España y parte del clero católico la favorecía. Tal como en esa carta se expone, parece haber combinado la astrología y fatalismo con la teoría maniquea de la maldad de la materia. León escribió en contestación una larga refutación de esa doctrina y describió las medidas que había tomado contra los maniqueos en Roma. Varias veces fue requerido para que arbitrara asuntos en Galia. En dos ocasiones nulificó actos de San Hilario, obispo de Arlés, el cual se había excedido en sus poderes. El emperador Valentiniano III, en el famoso edicto del año 445, denunció al obispo galo y declaró que «no debía hacerse nada en Galia que fuera contrario a los usos antiguos sin autorización del obispo de Roma, y que, por ello, el decreto de la Silla Apostólica constituiría la ley». De esta manera se dio reconocimiento oficial a la primacía de Roma. "Una de las cartas de León a Anastasio, obispo de Tesalónica, le recuerda que todos los obispos tienen el derecho de apelar a Roma «de acuerdo con la tradición antigua». En el año 446 escribió a la Iglesia africana de Mauretania, prohibiendo que se eligiese a un seglar para el episcopado o a cualquier hombre que se hubiese casado dos veces o que se hubiese casado con una viuda (I Ti. III, 2). Las reglas que él incorporó a la ley de la Iglesia, en lo que se refiere a la admisión para el sacerdocio, merecen citarse : los antiguos esclavos y aquellos empleados en ocupaciones ilícitas o indecentes no podían ser ordenados; para ser aceptables los candidatos debían ser de edad madura y debían haber sido probados en el servicio de la Iglesia.
León fue llamado entonces para zanjar dificultades en Oriente mucho mayores de las que, hasta entonces, había encontrado en Occidente. En el año 448 recibió una carta del abad Eutiquio de Constantinopla en la que éste se quejaba de un resurgimiento de la herejía nestoriana en Antioquía. Al año siguiente llegó otra carta, copias de la cual fueron enviadas también a los patriarcas de Alejandría y de Jerusalén. En ésta, Eutiquio protestaba contra una sentencia de excomunión que había acabado de ser lanzada contra él por Flaviano, patriarca de Constantinopla, y pedía volver a ser admitido. Su apelación estaba apoyada por un carta del emperador de Oriente, Teodosio II. Como ninguna noticia oficial de los proceso de Constantinopla había llegado a Roma todavía, León escribió a Flaviano para saber su versión; con su respuesta envió una relación del sínodo en el que había sido condenado Etiquio. De todo esto parecía claro que Eutiquio había caído en el error de negar la naturaleza humana de Cristo, herejía que era lo opuesto del nestorianismo. Se reunió un concilio en afeo, llamado por Teodosio, ostensiblemente para investigar con imparcialidad de aquel asunto. Pero en realidad estaba colmado de amigos de Eutiquio y presidido por uno de sus más fuertes sustentadores, Dióscoro, patriarca de Alejandría. Esta reunión, que León calificó de Concilio de ladrones, absolvió a Eutiquio y condenó a Flaviano, quien además fue sometido a violencias fisicas. Los legados del Papa se negaron a suscribir tan injusta sentencia; no se les dio permiso para leer al concilio una carta de León a Flaviano, conocida más tarde como «Tomé» de León. Uno de los legados fue encarcelado y el otro pudo huir con dificultad. Tan pronto como el Papa oyó tal proceder declaró las decisiones nulas y vacuas y escribió una carta audaz al emperador en la que decía: «Dejad a los obispos la libertad de defender la fe; ni el poder terrenal ni el terror lograrán jamás destruirla. Proteged la Iglesia y procurad conservar su paz para que Cristo, a su vez, pueda proteger vuetro Imperio». Dos años más tarde, en 451, bajo el nuevo emperador Marciano, se reunió un concilio más importante en Calcedonia, ciudad de Bitinia en el Asia Menor. Por lo menos había allí seicientos obispos. León mandó a tres legados. Flaviano había muerto, pero su memoria se vindicó; Dióscoro quedó convicto de haber suprimido malvadamente las cartas que León enviara al Concilio de ladrones y de haber virtualmente excomulgado al propio Papa. Por estas y otras ofensas fue declarado excomulgado y depuesto de su cargo. La carta de León a Flaviano del año 449 fue leída entonces por sus legados ante el concilio. En ella definía concisamente la doctrina católica de la Encarnación y las dos naturalezas de Cristo, evitando de una parte los errores del nestorianismo y, por otra, los del eustaquianismo. «¡Pedro ha hablado por boca de León!», exclamaron los obispos. Esta aseveración de la doble naturaleza de Cristo sería aceptada en épocas posteriores como enseñanza oficial de la Iglesia. León, sin embargo, se negó a confirmar el canon del concilio que reconocía al patriarca de Constantinopla como primado sobre el Oriente.
Mientras tanto, acontecimientos graves de otro género se desarrollaban en Occidente. Atila, «el azote de Dios», después de asolar Grecia y Alemania con sus hunos, penetró en Francia, en donde fue derrotado en Chálons por el general imperial Aetius. Retirándose ganó nuevas fuerzas, y entonces entró en Italia desde el nordeste, quemando Aquileya y dejando ruinas a su paso. Después de saquear Milán y Pavía se dispuso a atacar la capital. El débil emperador Valentiniano III se encerró tras las murallas de la remota Ravena y el pánico cundió entre los habitantes de Roma. En aquella emergencia, León, sostenido por el sentimiento de su sagrado cargo, marchó al encuentro de Atila, acompañado de Avienus, el cónsul, Trigetius, gobernador de la ciudad, y un grupo de sacerdotes. Cerca del lugar en donde los ríos Po y Mincio se encuentran, se enfrentaron con el enemigo. El Papa razonó con Atila y le indujo a volverse atrás.
Pocos años más tarde el rey de los vándalos, Genserico, llegó del Africa y apareció con su ejército frente a los muros de Roma, por aquel entonces casi sin defensa. En esa ocasión León sólo pudo obtener del invasor la promesa de refrenar a las tropas para que no incendiasen la ciudad ni victimaran los habitantes. Después de diez días de pillaje, los vándalos se retiraron llevándose al África innumerables cautivos y un inmenso botín, Aunque respetando las iglesias de San Pedro y de San Pablo. León entonces se dedicó a reparar los daños que la invasión había ocasionado. Envió a los cautivos italianos en África sacerdotes, limosnas y ayuda para reedificar sus iglesias. Parece que nunca se descorazonó v siempre mantuvo su fe puesta en Dios, aun en las situaciones más desesperadas. Su pontificado duró veintiún años y durante ese tiempo se ganó la veneración de ricos y pobres, emperadores y bárbaros, clero y seglares. Murió el día 10 de noviembre del ano 461 y su cuerpo fue sepultado en la basílica del Vaticano, en donde todavía puede verse su tumba.
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