S. Siro de Palestina, fue amaestrado y le levantado a ministro de Dios de los discípulos de los Apóstoles. Tomado consigo el san joven luvenzio, fue a Italia, evangelizando en todo sitio, y estacionó a Pavía, de que fue el primer obispo.
Pavía todavía fue toda idólatra y el San conoció ser este el campo que Dios le dio a cultivar, y lo cultivó con el celo y el amor de que fue inflamado. Inició el apostolado con el intimar a todos de creer en Jesús Cristo para conseguir la salud. Su palabra, corroborada por la fuerza de la gracia, encontró acceso en aquellos corazones.
Siro pasó las noches rogando y el día a instruir, consolar, socorrer miserias, supo olvidar y perdonar las injurias, y para tal modo en poco tiempo transformó aquel pueblo idólatra en ferviente cristiano.
Atañió los ídolos, repurgó los sucios, disipó las supersticiones, condenò a la proscripción las bacanales y obró muchos prodigios. El nombre de Siro se puso grande no sólo en Pavía, pero a Verona, Venecia, Milán que oyeron su voz y vieron los prodigios que Dios obró por él. Por doce lustres S. Siro prodigò su celo por su pueblo y pudo cerrar encantado los ojos al tiempo, habiendo hecho doblar a la cruz millares de infieles.
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