Varios eran los sentimientos que se agolpaban en el corazón de esta chiquilla de doce años, una de las más populares mártires españolas. La compasión por sus correligionarios que perecían en los tormentos, la animosidad contra los verdugos y, sobre todo, un gran amor a Cristo por quien deseaba ardientemente morir para encontrarse con él.
La persecución castigaba entonces a Extremadura, y especialmente a Mérida, donde vivía Eulalia. Un día, saliendo en secreto de la casa paterna, corrió hasta el pretorio. Allí, a la vista de todos, insultó al magistrado encargado de impartir justicia, avergonzándole por las barbaridades a que sometía a los cristianos. Bárbaro, e incluso bestial, era aquel funcionario que dio orden de que la niña fuera quemada viva.
La noticia del crimen se extendió rápidamente por las comunidades cristianas de Occidente, y Eulalia alcanzó celebridad por todo el orbe. Asimismo, desde el siglo V se empezó a rendirle culto en Africa, Italia, Inglaterra y la Galia. Ni que decir decir tiene que la leyenda adornó su historia. La encontramos entre los predicadores en los versos latinos de Prudencio y Fortunato y en la Cantilena de santa Eulalia, el poema más antiguo que se conserva en la lengua de oil (finales del siglo IX):
«Eulalia era una buena muchacha; Si tenía un hermoso cuerpo, más hermosa era su alma. Querían vencerla los enemigos de Dios, querían que sirviese al diablo»
Pero, como explica después el poeta antiguo, no lo consiguieron
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