Se casó a los trece años con Lorenzo de Ponziani, un muchacho perteneciente a la nobleza romana al igual que ella. Formaron una pareja perfecta. No disputaron ni una sola vez en los cuarenta años que vivieron juntos. Tan sólo un hijo llegó a sobrevivir de todos los que tuvieron. Francisca cumplió siempre de forma impecable con sus deberes de esposa, madre y ama de casa. Ante los demás se comportaba corno una dama de alto rango. Nadie ponía en duda las gracias y dones extraordinarios con que Dios la favorecía. En el jardín de los Ponziani había dispuesto una cueva secreta a donde se retiraba a orar cada cierto tiempo. Además de su marido, tuvo en la vida otro amigo fiel que nunca la abandonó: su Angel de la guarda, visible sólo para ella. Este la dirigía, la inspiraba, la consolaba en las pruebas e incluso la corregía con severidad si era necesario.
Enviudó cuatro años antes de su muerte. Se retiró al convento Tor di Specchi, junto a sus Oblatas, una Congregación fundada por ella misma en 1433, y orientada a las damas romanas que deseaban dedicarse en comunidad a la piedad y las buenas obras. Sin embargo, murió en el palacio Ponziani, el mismo en donde se entregaba a los cuidados de su hijo enfermo. Mientras agonizaba, a su director espiritual le llamó la atención que la enferma moviera los labios como si quisiera decir algo. «Es mi ángel custodio ?le explicó la santa? que me inspira lo que estoy hablando. Me dice que ya ha terminado su misión y que nos vamos juntos al cielo».
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