Se llamaba Marcos Rey. Había nacido en una pequeña ciudad alemana, Sigmaringa. Sus padres le llevaron a estudiar a Friburgo. Hizo letras y derecho. Y tuvo ocasión de recorrer toda Europa acompañando a unos jóvenes de la más alta nobleza.
Ejerció abogacía en Colmar, una ciudad de Alsacia. Pero al fin entró en la comunidad de capuchinos de Friburgo. Una vez allí, le tocó recorrer Suiza, Austria y el sur de Alemania, en busca de calvinistas para atraerlos a la fe católica.
Eran tiempos demasiado peligrosos como para andarse en esas aventuras. Muchos calvinistas se convirtieron al catolicismo, debido al buen ejemplo que el Padre Fidel desarrollaba en el pueblo, especialmente en los días de epidemia de peste que le tocó vivir. Y esas conversiones no se las perdonaban. El mismo sabia que estaba condenado a muerte.
Efectivamente, a sus 44 años, un mal día, poco después de bajar de un púlpito, al cruzar un páramo, se encontró con una banda de fanáticos calvinistas que, aullando como lobos, le rodearon hasta darle muerte.
Con una maza le destrozaron la cabeza. Otro le clavó un puñal en el corazón, mientras él decía: "Señor Jesús, ten piedad de mí. Santa María, socórreme".
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